Estambul
De Dubrovnik a Estambul: primeros pasos en una ciudad infinita
Turquía se extiende entre Europa oriental y Asia occidental, y en cada paso revela capas de historia: lo griego, lo persa, lo romano, lo bizantino y lo otomano. Al llegar a Estambul, sentimos que el mundo entero camina por sus calles. Nos sorprende la inmensidad de gente, la diversidad de rostros, idiomas, gestos. A cada paso, algo distinto: un vendedor de castañas, una mezquita imponente, un café donde se lee la borra con movimientos rituales que no comprendemos, pero que nos fascinan.
El aroma de las castañas nos detenia, como un abrazo tibio en medio del bullicio.
Primeras impresiones
Recorrimos una mezquita en un momento de calma. Ingresamos
descalzos, yo con la cabeza cubierta. El silencio, la luz filtrada, la
geometría del espacio nos envolvieron.

El interior de la mezquita de Taksim, casi sin gente.
Sin pasos. Sin voces.
Sólo la arquitectura, mostrándose en su silencio.
La luz tenue, el mihrab encendido, los trazos caligráficos…
Todo invita al recogimiento.
En un bar, de la propia mezquita, tomamos nuestro primer té. En una mesa cercana, alguien leía la borra del café: el gesto de inclinar el pocilla, la mirada atenta, las manos que hablan. No entendimos el dioma, pero sí la intensidad del momento.
Nos encontramos con esta construccion, al salir de la mezquita.
Şadırvan: es un círculo de piedra, un tipo de fuente con el objetivo de proporcionar agua para beber o limpiar, el cuerpo se prepara y el alma
se aquieta.
El centro moderno
Estábamos muy bien ubicados, en el centro moderno de
Estambul. Un edificio nos servía de referencia para regresar al hotel.
Evocando el faro urbano del regreso
La Plaza Taksim, centro neurálgico de la ciudad
contemporánea, vibra con vida nocturna, comercios y movimiento constante.
Los tranvias rojos recorren Istiklas Caddesi. Cruzan la ciudad como un latido antiguo. En Estambul hasta el transporte tiene alma.
Este es el bulevar peatonal más importante, lleno de negocios y dulces tentadores. Probamos el baklava: masa, queso, frutas, frutos secos, pistacho. Todo nos invitaba a disfrutar sin apuro, a nuestro ritmo.
El ritual de los dulces, entre guantes azules, ropa blanca impecable, fez rojo
La Mezquita de Taksim (Taksim Camii), inaugurada en 2021, se
alza imponente a pocas cuadras de la plaza. Su construcción generó controversia
por estar en un espacio históricamente vinculado al republicanismo y al
laicismo.

La mezquita iluminada contra el cielo oscuro parece flotar entre lo terrenal y lo espiritual. Es como si la arquitectura se volviera luz.

Entre columnas y cúpulas, la ciudad se detiene. Estambul no elige entre pasado y presente, los entrelaza.
Caminata guiada
El 26 de abril hicimos nuestra primera caminata guiada. El
guía tenía un manejo limitado del castellano y caminaba rápido, sin permitirnos
disfrutar ni profundizar. Veníamos de una experiencia excelente en Dubrovnik, y
la comparación fue inevitable.
Finalizamos en el Gran Bazar, que recorrimos a nuestro
ritmo. Estambul se nos mostró como una ciudad cosmopolita, diversa, mágica.
Escuchamos todos los idiomas, vimos vestimentas variadas, rostros múltiples.
Cada rincón estaba lleno de vida.
Entre historia y
cotidianeidad
Antes de llegar, nos preocupaban los recientes terremotos.
Al preguntar, nos respondieron con naturalidad: Estambul está cerca de fallas
geológicas y es vulnerable, pero la vida sigue.
Caminando, nos encontramos con gatos por todas partes.
Estambul es considerada una ciudad amiga de los gatos; forman parte del paisaje
urbano.
Situada en el estrecho del Bósforo, la ciudad fue Bizancio,
luego Constantinopla, y finalmente Estambul. Capital de tres imperios —romano,
bizantino y otomano—, su legado arquitectónico y cultural es impresionante.
Monumentos que hablan
El Hipódromo de Constantinopla, construido en el siglo III,
era un espacio social para carreras de carros. Allí se encuentran:
El
Obelisco de Teodosio: tallado en Egipto en 1479 a.C., trasladado con una obra
de ingeniería notable. De granito rosa, con relieves en su base, su estado de
conservación es admirable.
La Columna
de las Serpientes: de bronce, con tres serpientes entrelazadas. Las cabezas
fueron desprendidas, y hay muchas versiones sobre cómo ocurrió, todas dudosas.
Bazar y especias
El Gran Bazar, con sus 22 puertas, es un universo de sedas,
alfombras, cerámicas, joyas. Regatear es parte del ritual.
Del Gran Bazar pasamos al Bazar de las Especias, donde los
aromas invaden los sentidos: azafrán, té de granada, frutos secos, dulces. Para
quienes amamos cocinar, este lugar es una perdición.

Estos locales nos sumergen en una atmósfera muy especial.
Hilos de pimientos y frutos secos cuelgan como guirnaldas,
recordando aquellos momentos en que cocinar es una ceremonia.
Al ingresar, el aroma del bazar de las especias nos envolvió placenteramente.
Nada era estridente; todo armonizaba como una sinfonía de tierra y tiempo.

Era una tentación suave, casi sagrada. Montículos: verdes, rojos, ocres.
Cada uno guarda un mundo: Ottoman Spice, Fish Mix, Smoked.
Los nombres no informan: nos guiamos por aromas, colores, texturas.
Los vendedores son hábiles, casi coreográficos. Saben cómo ofrecer, cómo seducir. Y uno, rendido, quisiera llevarse todo.Pero algo se detiene.
Como si el alma, entre especias, empezara a prepararse.
Para otra forma de recogimiento.
Como quien se prepara para entrar en una mezquita.
Mezquitas
emblemáticas
Santa Sofía, originalmente catedral del siglo VI, fue
transformada en mezquita por los otomanos. Su arquitectura combina lo bizantino
con lo islámico.
La Mezquita Azul, construida entre 1609 y 1616 por el sultán
Ahmed, buscaba rivalizar con la grandiosidad de Santa Sofía. Ambas se alzan
como símbolos de la ciudad, distintas y complementarias.

Caminamos por la plaza, nos admiramos, miramos incrédulos, a un lado: Santa
Sofia que guarda ecos de plegarias antiguas, al otro lado, la Mezquita Azul. Ambas
se elevan como testigos de lo que cambia y permanece. Nosotros: ni turistas ni creyentes, solo queremos entender como se
habita un lugar en que se ha vivido tantas cosas.

Alli un pajaro que vuela como si llevara un pensamiento. No sé si era mío, o de la ciudad.
Palacio Topkapi:
Visitamos el Palacio Topkapi, pero la multitud nos envolvió.
El amontonamiento, los pasillos colmados, los tiempos apurados diluyeron la experiencia.
Mientras la multitud avanzaban, yo alcé la vista.
Allí, suspendido entre oro y geometría, el silencio que no pude habitar.
Caminamos entre patios y salas que alguna vez albergaron sultanes,
sin poder detenernos, sin espacio para la contemplación.
Lo que debía ser un encuentro con la historia se volvió una travesía entre cuerpos.
No lo vivimos : lo atravesamos. Y entonces descendimos.
Tras el vértigo, una pausa.
La piedra envejecida, el hierro quieto,
y detrás, objetos que no se apuran.Miré sin avanzar. Por fin, miré
Cisterna Basílica
En el subsuelo de Estambul, el Palacio de las Aguas nos recibió con columnas que brotan de la penumbra.
El recorrido trazado nos guiaba entre reflejos, sombras y murmullos.
Cada paso era un descenso: hacia lo antiguo, hacia lo líquido, hacia el silencio.
Como si la ciudad, por un instante, respirara desde abajo.
La luz jugaba con el agua, y el silencio amplificaba cada paso. Algunas columnas, talladas con rostros o lágrimas, nos detuvieron. No era solo arquitectura: era un espacio suspendido, donde el tiempo se filtra lento, como el agua entre las piedras.
El Bósforo
Geográficamente, el Bósforo es la frontera natural entre
Europa y Asia, un hilo de agua que conecta el Mar Negro con el Mar de Mármara.
Pero navegarlo es mucho más que cruzar continentes: es acercarse, casi rozar,
esa Estambul inmensa. Desde el ferry, la ciudad se revela desde adentro, se la
surca. Las imágenes se acopian como memorias: puentes suspendidos, palacios que parecen flotar, mezquitas que se alzan como plegarias, torres, fortalezas
otomanas, y las mansiones turcas, algunas inmortalizadas por las novelas que
nos acompañaron.
La vista de los barrios, tanto del lado europeo como del
asiático, forma parte esencial del recorrido. En el lado europeo, Estambul se
muestra monumental, histórica, turística. En cambio, el lado asiático —menos
transitado por viajeros— guarda barrios hermosos, más cotidianos, donde los
relatos dicen que todo es más económico. (Nosotros no conocimos ese Estambul
asiático, quedó como promesa.)
Salimos del puerto en un ferry, guiados por una voz que nos
iba relatando la historia del estrecho, señalando los puentes que lo
atraviesan, hilando nombres, fechas, leyendas. El agua, mientras tanto, nos
llevaba como si supiera el camino.
Percibimos que mas que un estrecho, es un puente entre
culturas, donde lo natural se entrelaza con la importancia económica y estratégica.
Cautiva, maravilla, creo que en una visita a Estambul navegar el Bósforo es
imprescindible.
Algunas imagenes que nos fue ofreciendo el recorrido.

El agua vibrante, los barcos que lo surcan, la bandera turca
ondeando como afirmación de lugar y memoria, la ciudad se asoma entre espuma y colinas
El edificio blanco,
solemne,
reflejado en el agua calma.
El Palacio de Dolmabahçe, una joya arquitectónica a orillas del Bósforo en Estambul.Su fachada neoclásica y barroca, con ventanas arqueadas y detalles ornamentales, parece casi flotar frente al agua, como si el tiempo se detuviera allí.
El palacio como símbolo de un imperio que se aferra a la belleza mientras el mundo cambia a su alrededor.
Frente al agua, con la bandera turca ondeando sobre la fachada blanca
Al otro día dejamos
Estambul como quien deja un palacio abierto al viento.
Las
ciudades nos esperan, cada una con su piedra y su pausa.
Capadocia
no es el final, pero ya empieza a latir en nosotros.
La Pausa mirando más allá
El nombre nos recibe, con un corazón en lugar de letra,
detrás el paisaje espera: piedra, vuelo, mercado, caminos, suelos profundos.
Capadocia es una región histórica situada en el centro de Turquía, conocida por sus formaciones rocosas únicas, sus ciudades subterráneas y sus viviendas excavadas en la toba volcánica. A lo largo de los siglos, fue habitada por hititas, persas, griegos, romanos y bizantinos, convirtiéndose en un cruce de culturas y rutas comerciales. Hoy, sus paisajes lunares y su patrimonio espiritual la convierten en un lugar de contemplación y asombro.
Capadocia: el comienzo de otro asombro
Viajar a Turquía va mucho más allá de conocer Estambul. Descubrir que Estambul es tan inmenso, tan lleno de capas, que lo único que uno logra es recorrer algunos lugares icónicos. Lo demás queda allí… como una promesa suspendida, como una esperanza que respira en lo no visto.
Desde allí, viajamos en bus hacia un aeropuerto moderno, de dimensiones sorprendentes. Íbamos con el grupo y el guía, ya envueltos en esa complicidad que nace entre viajeros. Volamos a Capadocia.
Los primeros pasos en esta tierra fueron como entrar en otro lenguaje. Rocas, desniveles, pendientes abruptas… pero sobre todo, formas sobresalientes, extrañas, como si alguien hubiese jugado a construir castillos en la arena. Un paisaje nunca visto, distinto a todo lo que la mirada conoce. Un lugar que no se parece a ningún otro.
Y así, entre rocas imposibles y paisajes que desafiaban toda lógica, comenzaba nuestra travesía por Capadocia.
Capadocia por tierra, el silencio donde la piedra respira
La piedra que respira
Desde lo
visual se percibe el misterio, la espiritualidad y la arquitectura como
refugio. Capadocia se ve
tallada en la roca. La piedra respira, y nosotros aprendemos a escuchar.
El recogimiento y la duda
Continuamos caminando. La roca tallada aparece frente a nosotros como una presencia viva. Los árboles se insinúan entre los senderos, no sabemos qué vendrá. Todo es distinto, como si estuviéramos entrando en una tierra que no nos pertenece del todo.
Las piedras inmensas guardan secretos. Las ventanas son mínimas, los pasajes estrechos. Nos cuentan que aquí vivieron monjes, cazadores, agricultores. Un lugar de recogimiento, de vida austera.
El silencio es profundo, casi absoluto. Solo se interrumpe por nuestra presencia, por el murmullo de los turistas que, como nosotros, intentan comprender. Me pregunto si no estamos de más en este sitio casi sagrado.
No me atrevo a subir. Hay algo en esa altura que exige respeto. Tal vez el verdadero ascenso no sea físico, sino interior.
La contemplación abierta
El paisaje cambia. Se abre, se extiende. Las rocas siguen talladas, pero ahora hay campos verdes, árboles dispersos, una sensación de amplitud que invita a mirar más lejos.
Nos detenemos. La vista alcanza una meseta con estructuras excavadas, como si la montaña misma hubiera sido habitada. Todo parece suspendido entre lo natural y lo humano, entre lo que fue y lo que permanece.
Capadocia por tierra
Capadocia es una tierra sorprendente. No es solo el vuelo en globo que la hizo famosa: bajo sus paisajes lunares se esconden ciudades subterráneas excavadas en la toba volcánica. Algunas alcanzan varias plantas de profundidad, conectadas por túneles estrechos y chimeneas de ventilación que aseguraban la respiración. Se cree que fueron refugios durante tiempos de guerra, espacios diseñados para sobrevivir y proteger la vida.
Me apasionan estas historias donde la ingeniería natural se vuelve aliada: los sistemas de ventilación creaban ambientes saludables, y el agua que consumían era de excelente calidad, protegiendo a los habitantes de enfermedades.
Hay numerosos edificios religiosos, lo que sugiere que, además de la caza y la agricultura, existía una vida monástica.
Caminamos con cuidado sobre esa tierra pedregosa. Un resbalón puede arruinar el viaje. Las recomendaciones abundan, y vimos alguna caída dolorosa.
Desde afuera, hacia el interior recorrido.
Mirábamos.
Recorríamos. No sabíamos qué venía después. No había caminos, solo espacios
excavados en la piedra, que podían ser iglesias, casas, refugios de una vida tan
distinta a la nuestra que parecía de otro tiempo.
¿Era esto
real? ¿O un sueño tejido por relatos de guías, que nos llevaban hacia imágenes
oníricas, lugares donde la piedra hablaba en susurros
Entonces,
desde afuera, con la luz bañando una tierra desconocida, me acerqué a una
realidad que parecía irreal.
Como si lo
vivido adentro me hubiese enseñado a mirar con otros ojos.
Capadocia
Llegamos a Capadocia por tierra, envueltos en relatos que el guía hilaba como cuentos antiguos. En el bus, nos cobraron el vuelo que aún no sabíamos si sería posible. El clima debía ser sereno, sin viento, con buena luz. Salimos a las 4 de la mañana. El cielo nos esperaba.
A las cuatro de la mañana, el silencio era distinto. No dormía, esperaba. Los globos se inflaban como promesas, y el fuego dentro de cada uno parecía encender también algo en nosotros. El guía había dicho: “si el viento lo permite, volamos”. Y el viento, esa vez, nos dijo que sí.
El cielo aún está en penumbra, los globos se inflan como sueños que se preparan para elevarse.
Nota al pie – Contexto sobre los vuelos en globo en Capadocia:
Volar en globo sobre Capadocia es una de las experiencias más emblemáticas del viaje. Cada mañana, si el clima lo permite, entre 150 y 200 globos surcan el cielo al amanecer. La actividad comienza entre las 3 y las 5 de la madrugada, con recogida en el hotel, desayuno ligero y traslado al punto de despegue. Las condiciones para volar son estrictas: se requiere cielo despejado, sin viento fuerte ni niebla, y es la Aviación Civil de Turquía quien autoriza los vuelos cada día. El recorrido suele durar una hora, sobrevolando valles como el de las Rosas, el Rojo, el del Amor y el Castillo de Uçhisar. Para muchos viajeros, este vuelo simboliza el momento en que el viaje se eleva: una pausa suspendida entre tierra y cielo, donde el silencio y la belleza se funden en lo alto.
Capadocia desde el aire
El amanecer se llenó de globos.
Comenzó el ritual del vuelo: subir a los canastos, divididos en cestos, buscando siempre el borde, ese lugar donde la mirada se expande. No queríamos perder nada.
Los colores del amanecer pintaban las telas, el fuego rugía, los pilotos manejaban con precisión ese arte suspendido. Al principio, parecía que no subíamos, que estábamos estancados en el suelo.
Pero en algún momento, sin aviso, comenzamos a elevarnos.
Desde arriba, la tierra se volvió textura: caminos que serpentean, rocas que guardan secretos, campos que respiran, ciudades que juegan con los desniveles.
Todo se volvió mapa, todo se volvió memoria.

Desde arriba, a unos 300 mts del suelo, un panorama completo, único. Caminos, fondos montañosos, amanecer, desniveles, viviendas, arboles, colores que el amanecer pinta..No da tregua, está todo junto.
Cuando el cielo se despide

Y cuando el cielo se despide, no es el fin, es apenas una pausa. El aire guarda
lo que no dijimos, y las rocas, pacientes, esperan el proximo vuelo.
Los caminos que serpentean entre las casas parecen trazos de una caligrafia antigua. Siento que el recorrido va finalizando. Vimos, palpitamos un suelo distinto, único. Desde el aire, todo se va apagando con dulzura. Lo que sigue será el andar entre los desniveles: el paso lento, la piedra, el juego suspendido.
.
El pueblo detrás
Estamos acá, en una Capadocia ya alejada de lo aéreo.
Esto es tierra, pero sigue siendo ese pueblo que se asoma detrás de cada formación.
Hay algo infantil en esta pausa, casi como una invitación al juego.
Columpios decorados, ositos suspendidos, aromas que no nos pertenecen.
Nos sentamos, miramos, contemplamos.
Solo dejamos que el lugar nos roce, como el viento que empuja suavemente el vaivén
Nos sentamos en esos columpios decorados, con el café tibio entre las manos.
El té tenía gusto a granada.
Todo era de ellos, de esa cultura que miramos con asombro.
Nos dejamos tocar por el aroma, por la piedra, por el juego suspendido.
Y seguimos el camino entre los desniveles.
Escena de mercado
La imagen fue tomada con respeto, sin invadir. Es la única que se dejó capturar con claridad, como si el lugar nos ofreciera un instante de permiso.
El recorrido a pie nos llevó a este rincón pintoresco. Camellos que esperan, un pony con mirada quieta. El negocio se abre como escena: objetos, aromas, voces que no entendemos del todo.
Ellos hacen el esfuerzo por vender: una imagen distinta, un recuerdo de esas tierras.
Nosotros miramos, observamos, dejamos pasar. Nos detenemos. La imagen vale más que el paseo.
Piedra, balcones, árboles altos, Las casas parecen crecer desde la piedra,
con balcones, escaleras, puertas que se abren al cielo.
Despedida
Nos estamos despidiendo de Capadocia. Son las últimas miradas: un arco decorado, al fondo el castillo de Uçhisar, tallado en piedra, testigo de siglos.
El cuerpo se prepara para partir. La mirada se queda un instante más.
Serán otros paisajes.
Otras historias.
Pero esta, ya nos habita.