10.25.2025

La Biblioteca de Celso



 Hacia la Biblioteca de Celso

El sendero de mármol

Luego de mucho andar, llegamos a un gran camino donde nuestros pies se posaban sobre mármoles antiguos. Un sendero sin demasiadas certezas, apenas intuiciones.


Gestos detenidos 

Las columnas caídas, los frisos desgastados, ya no nos dicen nada: solo signos, fragmentos, gestos detenidos.

                    

La arquitectura que vemos aquí —con sus columnas corintias, frisos esculpidos y la mezcla de piedra restaurada y original— está detenida en el tiempo.

No hay voz, no hay inscripción que nos guíe.

Y entonces, el silencio.

                                




Preguntas al saber

Ese tránsito —hecho de piedra, de viento, de preguntas— nos llevó finalmente a la Biblioteca de Celso.

Y al verla, pensé en los sabios que la habitaron.

¿Qué habrían hecho ellos, con este poder que hoy llevamos en la mano?

¿Qué habrían escrito, compartido, tejido, si el saber no se deslizara en rollos, sino en redes invisibles?



Estación secreta 
Dicen que había un túnel.
Que los sabios no solo leían, estudiaban, investigaban, sino que se deslizaban por pasadizos ocultos.
Hoy lo contamos con sorna, guías que repiten la historia, turistas que después de tanto andar, reciben alegremente estos "secretos".
Pero algo en ese relato —aunque improbable— nos sigue preguntando:
¿Dónde se guarda lo que no puede decirse?
¿Y quién decide qué saber merece el silencio?

        

Salida
Un camino claro, ancho, restaurado que se abría entre columnas y piedras. La Biblioteca no nos dejaba: nos había ofrecido una pausa, y ya había quedado en nosotros.
Pensamientos, ideas, reflexiones sobre esos sabios, sus saberes…Esos puntos suspensivos aún están en mi cabeza. En ese momento estaba emocionada. El lugar me había impactado.
Y entonces lo supe: no habíamos ido a buscar respuestas, sino a recordar que el saber también es emoción. Y que a veces, basta con estar ahí, para que algo en nosotros se escriba sin palabras.

                        

El camino de salida no era salida. Era continuación.


                             

                     

Después del mármol, el ruido. Después del silencio, la ciudad.      

De Éfeso a Estambul

Un 1° de mayo, día cargado de significación histórica y política, regresabamos a Estambul  El guía, visiblemente preocupado, intercambiaba frases con el conductor  —hábil, responsable— mientras mantenía activo su celular. Las miradas entre ambos eran constantes. Finalmente, una información:

“No podremos dejarlos en el hotel. Es una zona a la cual se nos impide ingresar.”

La plaza Taksim es un lugar de enorme peso simbólico para los movimientos sociales. Allí se reúnen trabajadores y ciudadanos para protestar, manifestar, celebrar. Nuestro hotel estaba muy cerca de esa plaza.

                   
                     Plaza Taskin.

El bus se detuvo en una avenida. Bajamos las valijas y comenzamos a trepar por calles empinadas, de piedra. El guía, por ser ciudadano turco, no podía ingresar a la zona vallada. Policías inmensos bloqueaban el paso. No importaba que fuésemos turistas: pedían reservas, comprobantes de estadía, documentos. Alguien del grupo logró entregar lo que solicitaban. Pudimos ingresar. No era cerca. Muchos no podían con sus valijas. Seguimos trepando, con cansancio, con algo de temor. Ignorábamos realmente lo que estaba ocurriendo.
Allí surgió la solidaridad.
Finalmente, arribamos al hotel desde donde habíamos partido días atrás.

Estambul, entre la plegaria y la barricada


La ciudad que habíamos dejado era otra. Al volver, nos recibió vallada, vigilada, tensa.
                     

La mezquita brillaba como siempre, pero frente a ella, el cartel decía: POLİS.
No era la Estambul del tránsito, del caminar, del turismo, de la sonrisa del vendedor.
Era otra: una Estambul más oscura, más rígida.
                            

Qué rápido fue su sanación.
Al día siguiente, todo volvía a fluir: el tranvía, las voces. La ciudad se había sanado —o al menos, eso parecía.
Nosotros ya nos despedíamos.
Turquía nos había brindado todo con su inmensidad.
Habíamos andado mucho, y nos faltaban tantísimos lugares por conocer.
Lo haremos a través de los recuerdos, lo hilaremos con otras voces, con imágenes.
El aeropuerto nos espera, para llevarnos a Roma.
Y desde allí, a la Puglia.


Desde Estambul volamos a Fiumicino, y de allí a Brindisi.

Otra historia nos espera, pero esta se despide con emoción.
Quedan atrás las imágenes que nos atravesaron con fuerza: influencias bizantinas, otomanas, islámicas, reflejadas en cada mezquita que descubrimos como quien descifra un secreto. Ciudades que parecen dibujadas en tres dimensiones. Nuevo, distinto, admirable.
El silencio en las mezquitas. El silencio en los caminos de mármol, donde el saber parece habitar las piedras.
Y el bullicio, también, en las calles de Estambul, como un contrapunto necesario.
Nos vamos. Un aeropuerto moderno nos espera. Pero lo que nos llevamos no cabe en valijas: emoción en cada recuerdo, alegría inmensa de habernos acercado a pedacitos de Turquía.
La imagen que acompaña este cierre no me pertenece, pero me impactó profundamente.
Dice algo que no sé si podría decir con palabras: la mezquita vista desde arriba, el mármol,los árboles dorados, el mar en la distancia.
Es una creación generada por inteligencia artificial, y sin embargo, algo en ella me habló.
La comparto como estación visual, como epígrafe silencioso de esta despedida que también es tránsito.












































































































10.21.2025

Camino a Efeso. Pamukale


 Camino  a Efeso



 Öresin Han

Los carteles ayudan a recordar lugares, rutas, gestos. Este, en particular, nos detuvo frente a Öresin Han, clasificado como “Özel Tesis” (instalación privada) y supervisado oficialmente por el Ministerio de Cultura y Turismo de Turquía.
El término “Han” en turco suele referirse a una antigua posada o edificio histórico que servía como alojamiento para comerciantes y viajeros, especialmente en las rutas como la de la seda.




Este tramo del viaje —rumbo a Éfeso— lo hicimos en bus. Así fuimos entrando a distintos lugares, muchos de ellos con una marcada intención de vender productos. Pero detrás de esa insistencia comercial, se revelaban capas más profundas: arquitectura valiosa, gestos que evocaban antiguos intercambios, patios que aún guardaban ecos de caravanas.
Desde tiempos antiguos, Anatolia (la actual Turquía) fue un corredor vital entre Oriente y Occidente. Caravanas cargadas de seda, especias, piedras preciosas y manuscritos atravesaban sus mesetas, deteniéndose en hans como este: refugios para comerciantes, animales y mercancías.
Arquitectónicamente, estos edificios eran verdaderas fortalezas. Con patios centrales, galerías, almacenes y a veces mezquitas o baños, ofrecían seguridad y descanso. Hoy, algunos sobreviven como testigos silenciosos, otros como espacios reconfigurados para el turismo, pero todos conservan algo de ese pulso antiguo.


Donde florece la piedra.


Una amapola roja, vibrante, brotando entre piedras antiguas, junto a una higuera que parece custodiar la escena. Naturaleza y ruina, vida y memoria.

Pamukkale: el castillo de algodón

Después de la flor entre piedras, llegamos al castillo de algodón. Allí, la tierra se derrama en blanco, como si el tiempo hubiera decidido descansar.


Pamukkale: donde la piedra se vuelve nube

Pamukkale, en la provincia de Denizli, es una maravilla natural que parece brotar del sueño de la tierra. Su nombre, “castillo de algodón”, no exagera: las terrazas blancas de travertino, formadas por aguas termales ricas en calcio y bicarbonato, se derraman como nieve detenida en el tiempo.

Declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1988, Pamukkale es más que paisaje: es rito. Visitantes de todo el mundo se sumergen en sus aguas tibias, buscando alivio, belleza o simplemente el asombro de caminar sobre piedra blanca que parece nube.

Yo no pude resistirme. Aunque la ropa no era la adecuada, me descalcé. Dejé que el agua recorriera mis pies. Fue un gesto mínimo, pero profundo. Como si el cuerpo recordara algo que la mente aún no había nombrado.





   Los gatos en Turquía no solo abundan: son respetados, cuidados y casi venerados. En ciudades como Estambul, hay miles de gatos callejeros que viven libres, alimentados por vecinos y turistas, con refugios construidos especialmente para ellos. Esta devoción tiene raíces culturales y religiosas:


 


Hierápolis y Pamukkale son parte del mismo sitio arqueológico y natural. Están superpuestos en el mismo lugar, en la provincia de Denizli:

Pamukkale es la formación natural: las terrazas blancas de travertino creadas por las aguas termales.
Cuando caminás por Pamukkale, estás literalmente pisando el corazón de Hierápolis. El anfiteatro, por ejemplo, pertenece a esa ciudad antigua. Es como si la piedra y el agua se abrazaran en una misma estación.


Éfeso se encuentra más al oeste, cerca de la ciudad de Selçuk, en la provincia de Izmir. Allí, la piedra ya no se abraza con el agua, sino con el mito. Es otra estación, otro latido.



Entre piedras que recuerdan tantos hechos, árboles que esperan otros visitantes, y un camino de madera que quiere decirnos a dónde vamos.


Centauros en movimiento, figuras humanas en tensión, relieves que parecen contar una batalla que no termina. Es como si la piedra estuviera aún caliente de historia. Algún mito deberá sustentar estos grabados sobre mármol.  No sabemos qué mito sostiene esta escena, pero la piedra lo guarda. Tal vez tan solo quiere que la miremos.



Aquí no hay centauros ni batallas. Hay patrones que repiten, muros que se abren, y una colina que observa.
El mármol no grita, susurra. Tal vez esta fue una casa, un baño, un lugar de encuentro.
Tal vez el arte estaba en el suelo porque la belleza debía pisarse con respeto.




No camina, no vuela. Niké se posa.
Tallada en mármol, con alas que aún recuerdan el movimiento, esta figura guarda la promesa de la victoria, no como conquista, sino como presencia.
En Éfeso, entre ruinas que susurran mitos, Niké aparece como suspendida: un instante donde el viaje se afirma.


Estambul, 1 de mayo: la ciudad que no se deja entrar

Regresamos a Estambul desde el aeropuerto. El trayecto fue largo, más de lo previsto. El aeropuerto está lejos del centro, y ese día —1 de mayo— la ciudad estaba convulsionada.
No podíamos ingresar al centro. Vallas, policía, órdenes absurdas. El guía no podía acompañarnos: los ciudadanos turcos tenían prohibido acercarse. El micro nos dejó —casi diría nos soltó— donde pudo. Bajamos con las valijas, a unas cuantas cuadras del hotel. Calle empedrada, en subida. El grupo era grande, y no todos podían trepar con facilidad.
Pero ahí, entre el desconcierto y la piedra, apareció algo más fuerte: la solidaridad. Manos que ayudaban, hombros que esperaban, miradas que entendían. La policía, en cambio, parecía impermeable: ni la edad, ni el cansancio, ni el turismo parecían importar.
Al fin llegamos.
Y esa llegada, tan distinta a la primera, fue también una forma de entender la ciudad: Estambul no se entrega fácil. Hay que caminarla, treparla, resistirla. Y entonces, sí: se abre.

10.16.2025

La casa de la Virgen Maria


Entre la roca y la plegaria

La casa de la Virgen Maria
 


Sin dejar Capadocia, con sus rocas habitadas, el camino se vuelve más íntimo, más vertical.
Ya en tránsito hacia la Casa de la Virgen María,me conmueve la fe de la gente,
la esperanza que se posa en cada oración.
También está el negocio que se cuela entre los rezos,como un murmullo ajeno al recogimiento.
Caminamos en silencio,recorriendo los distintos lugares que nos acercan, paso a paso, a la casa de la Virgen María.


La placa en varios idiomas, como si quisiera que todos entendieran. Me dice que María es Madre del Señor. Me lo dice como quien afirma que el camino tuvo sentido. Habla de concilios, de escrituras, de una ermita, un santuario, una capilla. 



Luego, la casa. La piedra irregular, las ventanas enrejadas, el jardín que florece sin pedir permiso. Dicen que aquí vivió la Madre. Dicen que no se puede fotografiar el interior. Y yo no lo hice. Porque lo sagrado no se captura, se respira. Entré con los ojos abiertos, con el cuerpo quieto, con la memoria dispuesta.

Cartel Errante


 No recuerdo si el cartel estaba al entrar o al salir. Tal vez eso lo vuelve más verdadero. Las escenas que mostraba—el lavado del niño, la muerte de la madre, la cruz, el vacío, la ascensión—no parecían querer ubicarse en un tiempo preciso. Eran tránsito. Pinturas que flotaban entre idiomas, como si el arte sacro no tuviera puerta, solo memoria compartida. Me habló, y eso bastó.




La Biblioteca de Celso

  Hacia la Biblioteca de Celso El sendero de mármol Luego de mucho andar, llegamos a un gran camino donde nuestros pies se posaban sobre m...